
Por Gonzalo Ramírez Lepeley
El yoísmo. (¿?)
Nota: Este vocablo, no tiene un origen específico formalizado, sino que es un término informal que se forma a partir de la palabra «yo» y el sufijo «-ismo», para describir la tendencia excesiva a centrarse en uno mismo, la auto-referencia constante y la priorización de intereses personales sobre los de los demás, de forma similar al egoísmo y el narcisismo. No está reconocido por la RAE y se utiliza para criticar actitudes egocéntricas, especialmente evidentes en la era de las redes sociales y la comunicación constante.
En este breve artículo, definiremos como yoísmo a la tendencia, o mala costumbre, de centrar el mensaje en la experiencia personal del predicador, en lugar de en la Palabra de Dios y en la persona de Jesucristo.
Honestamente, creo que no se trata de un detalle menor. El púlpito, lugar desde donde se expone la Escritura, es un espacio sagrado en el que se decide mucho de la salud espiritual de la iglesia. Por eso, cuando el predicador ocupa ese lugar para hablar de sí mismo una y otra vez, aunque lo haga de manera inconsciente, termina desplazando al verdadero protagonista: Cristo.
Algunas señales podrían ser: La sobreabundancia de ilustraciones personales, el recurso constante de frases como “yo hice”, “a mí me pasó”, “yo aprendí”; La reducción de la aplicación del texto bíblico a la biografía del expositor y la tendencia a usar la Escritura como telón de fondo para narrar la propia experiencia, en lugar de permitir que el texto bíblico sea expuesto. Honestamente, no creo que esté mal contar experiencias propias. El apóstol Pablo habla de sus luchas, viajes y testimonios. Pero en él siempre hay una subordinación al evangelio: su experiencia no reemplaza a Cristo, sino que lo ilustra y lo exalta. El problema aparece cuando la anécdota se convierte en el núcleo del mensaje y Cristo queda en segundo plano.
El riesgo de un púlpito yoísta.
El yoísmo no es solo una manía molesta, sino una desviación peligrosa para la vida espiritual de la iglesia.
- Cristo es desplazado. El Señor dijo: “Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí mismo” (Jn 12:32). Si en vez de levantar a Cristo levantamos nuestro propio ego, terminamos atrayendo a la gente hacia nosotros y no hacia Él.
- La Escritura es ignorada. La Palabra de Dios es un océano de sabiduría, pero cuando todo se reduce a “lo que me pasó a mí”, el sermón se achica a la medida de una vida individual. Es como pretender alimentar a una multitud con un trozo de pan duro, cuando tenemos a disposición un banquete celestial.
- La iglesia se confunde. Los creyentes no necesitan escuchar cómo el predicador resolvió sus problemas, sino cómo Cristo es suficiente para todos los que creen. Cuando el púlpito se convierte en una biografía semanal, el mensaje deja de ser universal y eterno, y se vuelve anecdótico y pasajero.
- El ego se disfraza de espiritualidad. El púlpito yoísta puede parecer humilde (“yo solo cuento mi experiencia”), pero en realidad termina alimentando el orgullo y la necesidad de reconocimiento. Es una forma sutil de buscar aplausos disfrazada de piedad.
Causas del yoísmo
¿Por qué ocurre este fenómeno? Es difícil responder a eso. Se me ocurren algunas: Inseguridad teológica. Cuando el predicador no domina el texto bíblico, se refugia en lo que conoce: su propia vida. Influencia cultural. Vivimos en una época marcada por el individualismo y el culto a la personalidad. La lógica de las redes sociales (“yo, mi vida, mi opinión”) se traslada al púlpito.Falta de mentoría pastoral. Muchos predicadores nunca han sido discipulados en el arte de la predicación cristocéntrica, y simplemente repiten lo que han visto. Ansias de cercanía. A veces se cree que hablar mucho de uno mismo genera conexión con la audiencia. Y aunque en parte puede funcionar, no reemplaza la verdadera conexión que produce la Palabra aplicada por el Espíritu.
El modelo bíblico
La Biblia ofrece un contraste claro al yoísmo. Por ejemplo, Juan el Bautista. Lejos de centrarse en sí mismo, proclamó: “Es necesario que Él crezca, y que yo disminuya” (Jn 3:30). Los apóstoles en el libro de los Hechos, su predicación siempre apunta a Cristo crucificado y resucitado. Sus experiencias personales (como los azotes, cárceles o viajes) aparecen sólo como contexto, no como contenido central. En todos ellos vemos el mismo patrón: el mensajero está detrás del mensaje. El predicador no es la luz, sino la lámpara que señala a Cristo, la Luz del mundo.
Superando el yoísmo
¿Cómo podemos, como predicadores, superar esta tendencia? En primer lugar, necesitamos redescubrir la centralidad de Cristo. Todo sermón debe tener un eje cristológico, y la pregunta que siempre debe guiarnos es: ¿Dónde está Cristo en este texto y cómo lo anuncio? Solo desde ahí nuestro mensaje tendrá verdadera fuerza y sentido. Unido a esto, es fundamental profundizar en la exégesis bíblica. Mientras más conozcamos el texto, menos necesidad tendremos de rellenar con nuestras propias historias, pues la riqueza de la Palabra hablará por sí sola. Ahora bien, no se trata de eliminar las ilustraciones personales, sino de ejercer disciplina en su uso. Los ejemplos pueden y deben estar, pero de manera puntual y siempre subordinados al mensaje bíblico. Deben ser ventanas que iluminen el texto, no paredes que lo opaquen. En este mismo camino, resulta indispensable rendir cuentas. Necesitamos comunidades de predicadores, mentores y colegas que, con amor y franqueza, nos adviertan cuando nuestro mensaje comienza a volverse excesivamente autorreferente. Finalmente, todo este esfuerzo debe estar sostenido por la oración. Porque el yoísmo no se vence sólo con técnica ni con buena retórica, sino con un corazón humilde y quebrantado que reconoce, como dijo Jesús: “Somos siervos inútiles” (Lc 17:10).
Un llamado urgente.
El yoísmo en el púlpito no solo afecta al predicador, sino a toda la iglesia. Una congregación alimentada con experiencias personales termina dependiendo de la vida del pastor y no de Cristo. Eso es peligroso, porque cuando el pastor falla —y todos fallamos—, la fe de muchos tambalea. En cambio, una iglesia alimentada con la Palabra de Dios tendrá raíces profundas, porque sabe que su fe no depende del testimonio del hombre, sino de la obra de Cristo. El púlpito no es un espejo para reflejarnos a nosotros mismos, sino un ventanal para mostrar la gloria de Cristo. Cada vez que subimos a predicar deberíamos recordar la oración de Juan el Bautista: “Es necesario que Él crezca, y que yo disminuya”. Dios nos ayude a buscar esa humildad, vencer el yoísmo y a recuperar el verdadero sentido de la predicación: anunciar fielmente las Escrituras, exaltar a Cristo y edificar a la iglesia. En un tiempo donde el ego busca colarse incluso en lo espiritual, necesitamos predicadores que se atrevan a desaparecer para que Cristo aparezca. Porque, al final, lo que salva no es lo que “yo viví”, sino lo que Cristo hizo en la cruz y en la resurrección.
«Predica el evangelio, muere, y se olvidado» Nicolaus Von Zinzendorf

