Yo le arrebato al diablo lo que es mío

Por Pr. Isaac Ibarra

Tiempo atrás escuché este relato sobre un joven pastor recién egresado del seminario. Lo iban a presentar en la iglesia que comenzaría a pastorear, una congregación ubicada en un sector rural. Llegado el momento, el pastor presidente de la misión se puso de pie, hizo los honores de la presentación y una breve reseña, para luego darle la palabra al nuevo ministro.

El joven pastor se adelantó al púlpito y dijo:
“Mis queridos hermanos, quiero que sepan que estoy muy agradecido con Dios por darme este honor y responsabilidad; también quiero que sepan que vengo a ustedes con homilética, exégesis y hermenéutica…”.

Apenas terminó de decir eso, un hermano anciano se levantó desde el fondo del templo y exclamó:
—No se preocupe, pastor, yo llevo treinta años en esta iglesia. Llegué con artrosis, artritis y lumbago… ¡y el Señor aquí me sanó!

No sé si esta historia sea real o no, pero es muy gráfica para lo que quiero expresar. Cada predicador enfrenta el desafío de equilibrar dos cosas esenciales: ser lo más bíblico posible y, al mismo tiempo, lo más claro y práctico posible.

El deber de estudiar y manejar las herramientas de interpretación bíblica recae en el pastor, no en la congregación. El pueblo de Dios no está llamado a saber griego o hebreo, pero el pastor sí tiene la responsabilidad de comprender ciertos conceptos que le permitan exponer correctamente la Palabra. La hermandad no necesita dominar la hermenéutica; necesita que el pastor le enseñe qué dice Dios en la Escritura. Y el pastor, a su vez, debe sumergirse en ella para poder comunicar con claridad el mensaje divino.

Los hermanos no esperan una cátedra de griego ni una clase de sociología; esperan un mensaje fiel y entendible. El deber de estudiar es del pastor, y el deber de comprender, creer y obedecer, es del oyente.

Muchos creen que predicar es una tarea sencilla, pero quienes asumen el oficio con seriedad saben que exige muchas horas de oración, estudio, lectura, reflexión, planificación… y más oración.

En esta tensión entre lo bíblico y lo práctico aparece una tercera tentación: lo rápido.

El pastor David Helm, en su libro sobre predicación expositiva, describe tres estilos errados de predicación: la impresionista, la ebria y la inspirada.

  1. La predicación impresionista parte del texto bíblico, pero se centra en lo que a mí me impacta, suponiendo que eso mismo impactará a la congregación. Helm la compara con el arte impresionista: el pintor no busca reproducir fielmente la realidad, sino transmitir una impresión personal. Pinta con rapidez, sin cuidar detalles ni proporciones. De la misma manera, el predicador impresionista transmite sensaciones más que verdades bíblicas.
  2. La predicación ebria usa el texto solo como apoyo para justificar ideas propias. Así como un borracho usa un poste de luz para sostenerse y no para iluminarse, el predicador ebrio usa la Biblia para respaldarse, no para dejarse alumbrar por ella.
  3. La predicación inspirada parece más espiritual: se lee un pasaje, se medita brevemente, y se espera una supuesta “inspiración divina”, sin estudio serio del texto.

Estos tres errores —especialmente comunes en pastores bivocacionales con poco tiempo— ofrecen caminos rápidos, pero peligrosos. No requieren exégesis ni hermenéutica, solo improvisación.

En ese terreno fértil surgen frases tan heréticas como populares, como la que da título a este artículo: “Yo le arrebato al diablo lo que es mío.”

Cuando falta un estudio serio de la Escritura y una teología bíblica personal —no académica necesariamente, sino nacida de leer la Biblia—, aparecen creencias agradables al oído pero sin sustento. Son frases espirituales sin Escritura.

Aun iglesias que proclaman tener “sana doctrina” pueden caer en estos desvíos si no cultivan una base sólida. Durante años oí a predicadores pentecostales denunciar la teología de la prosperidad, pero en el mismo sermón los escuché decir: “Debes decretar, proclamar y arrebatar.” Y esos conceptos provienen, precisamente, de esa misma corriente.

Así, se repiten más frases inventadas que textos bíblicos, y lo que debería ser seguridad escritural se reemplaza por eslóganes religiosos. Sería saludable que las iglesias recordaran de vez en cuando el Credo Apostólico, que por siglos ha sostenido la fe cristiana. Ese recordatorio histórico y doctrinal serviría de antídoto contra tantas frases “para el bronce” pero sin fundamento.

Tomemos como ejemplo la expresión: “Arrebatarle al diablo lo que es mío.”
Esta idea —popularizada incluso en canciones que proclaman “yo te arrebato mi familia, mi salud, mis tesoros…”— no tiene ningún asidero bíblico. Es una construcción humanista centrada en deseos temporales, mientras la Biblia nos llama a poner la mirada en las cosas eternas.

El diablo no posee nada que sea necesario para quienes estamos en Cristo. Creer lo contrario revela que aún no entendemos nuestra nueva vida en Él. Nada que provenga del enemigo puede sernos de bendición.

En toda la Escritura no existe un solo texto que nos mande a arrebatarle algo al diablo. Pero sí abundan los pasajes que nos enseñan a acudir a Cristo para todo lo que necesitamos. Toda buena dádiva viene solo de Él. Todo lo justo, noble, puro y de buena reputación se encuentra únicamente en Jesús. Nuestro futuro, familia, sueños y proyectos descansan en Él, no en la supuesta restitución de un enemigo vencido.

Si los pastores y predicadores expusieran fielmente la Palabra, no necesitarían crear frases llamativas. Nuestro deber es predicar la Biblia tal como es, a hombres tal como son.

Así se protege el oído y el espíritu de la congregación, evitando la contaminación de doctrinas falsas y de slogans sin sustento.

Solo en Cristo lo tenemos todo, y todo lo referente a Cristo lo encontramos en las Escrituras.