¿El Espíritu Santo puede ir más allá de su Escritura?

Por Giovanni Zamorano Parada

Cuando preguntamos a un pentecostal cómo ve la relación entre Escritura y Espíritu Santo, siempre está en su inconsciente la pregunta, si es que acaso, ¿el Espíritu Santo puede ir más allá de su propia Escritura?

Frente a esta interrogante, intentaremos esbozar una respuesta bajo 3 principios que creemos nos darán luz sobre esta cuestión.

1.° Principio de eternidad

Una de las características de las Escrituras es que son eternas. Una de las definiciones más bellas sobre la eternidad nos la da Agustín de Hipona, quien lo definió como “totum praesens”, una especie de siempre presente, en contraste con el tiempo, que nunca está totalmente presente y que sufre sucesión. A diferencia, la eternidad excluye la sucesión; en sí es permanencia [1].

La Biblia misma declara que ella es siempre presente, permanente o eterna. En el Salmo 119:89 se dice: «Señor, tu palabra es eterna (עוֹלָם: el sustantivo absoluto olam, implica perpetuidad, permanencia, para siempre), y permanece firme (נָצַב: el verbo nifal natsáb implica estabilidad o fijación absoluta) como los cielos” [2] . En esta estrofa la atención se centra en la palabra (dabar) del Señor, su naturaleza y su confiabilidad. La afirmación de la meditación es que es eterna: la palabra de Dios está firmemente fijada desde (incluso antes de ser entregada a su pueblo) y para siempre (sin fecha de caducidad), por lo que no necesita ser mejorada, superada o renovada como si ya estuviese senil y hoy debiese volver a decir algo nuevo.

Lo mismo expresa el profeta Isaías cuando proclama: “La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre” (Isaías 40:8). Y otra vez encontramos acá el sustantivo absoluto “olam”, pero ahora junto al verbo qal imperfecto intensivo קוּם “cum” que implica resistencia, permanencia o algo establecido.

El Nuevo Testamento presenta de manera similar este concepto utilizando el término sustantivo nominativo singular λόγος, “logos” en Juan 1:1-2, para hablarnos de la palabra divina que ya era en la eternidad y finalmente se encarnaría y habitaría (lit: pondría su tienda) entre nosotros (Jn 1:14). Esta es la Palabra última y definitiva, la cual, como dice von Balthasar, “recapitula hacia adelante lo que nos viene de los apóstoles y hacia atrás las revelaciones verbales e históricas de Dios en la antigua alianza, y a través de los profetas y la ley se extiende hasta la creación inclusive, pues Dios sustenta ‘todas las cosas’ con su poderosa palabra (Heb 1:3)”[3] . Y por su calidad de eterna no está sujeta al tiempo y sus sucesiones, ni necesita mejora alguna, ni menos algo que la supere, pues ella se mantiene en una eterna vigencia frente a nuestra temporalidad, por tal razón nuestro Señor Jesús dijo: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán”[4].

2.º Principio de uniformidad

La palabra «uniformidad» viene del latín “uniformitas”, de unis (uno), forma (forma), más el sufijo -dad (cualidad), contiene la idea de ser uniforme, es decir, igual, idéntico u homogéneo. Entre el Espíritu Santo y las Sagradas Escrituras solo hay uniformidad, ambas son homogéneas. La razón es sencilla, las mismas escrituras son las palabras del Espíritu. Así lo confirma la 2.ª epístola de Pedro 1:21: “porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo” y también lo confirma la 2.ª epístola de Pablo a Timoteo 3:16 cuando dice: “Toda (cada) la Escritura [5] es inspirada por Dios”. La famosa palabra Theopneustos que traducimos comúnmente como “inspirada de Dios” denota el origen de las escrituras, en este caso de Dios. Esto es importante considerar, ya que este texto nos indica que las Escrituras proceden de Dios mismo, son el bondadoso soplo de Dios que nos trajo su bendita voluntad.

Ahora, la palabra de revelación culmine es el Hijo, quien habla acerca del Padre por el Espíritu Santo. La Palabra de la Escritura la produjo de manera primaria el Espíritu Santo, que, como Espíritu del Padre, acompañó, iluminó e interpretó la encarnación, y consignó por escrito la palabra divina tal como a él le pareció importante para la Iglesia. Así que el Espíritu del Padre nos regaló su Escritura, en la cual todo lo dicho, y por decir para la Iglesia está en la persona y obra del Hijo, así que no hay forma de contradicción alguna entre quien habló y dejó por escrito lo necesario para los redimidos. Como nos dice Calvino: “Porque el Señor juntó y unió entre sí, como con un nudo, la certidumbre del Espíritu y de su Palabra; de suerte que la pura religión y la reverencia a su Palabra arraigan en nosotros precisamente cuando el Espíritu se muestra con su claridad para hacernos contemplar en ella la presencia divina. Y, por otra parte, nosotros nos abrazamos al Espíritu sin duda ni temor alguno de errar, cuando lo reconocemos en su imagen, es decir, en su Palabra” [6].

3.º Principio de escolaridad

Entre el Espíritu Santo y las Sagradas Escrituras no hay contradicción, solo educación: “Porque la Escritura es la escuela del Espíritu Santo” y continúa explicando que “en la cual ni se ha dejado de poner cosa alguna necesaria y útil de conocer, ni tampoco se enseña más que lo que es preciso saber” [7]. Esto es porque todo lo necesario para nuestra vida y salvación se encuentra indiscutiblemente en las sagradas escrituras inspiradas por el Espíritu Santo.

Aquí debemos distinguir en este principio de escolaridad dos aspectos: En primer lugar, el aspecto propiamente pedagógico del Espíritu, quien cumple esta función enseñando, recordando (Jn 14:26), guiando (Jn 16:13; Rom 8:14), etc. Todo esto lo hace por medio de su documento escrito que son las Sagradas Escrituras, enseñando la totalidad del consejo de Dios concerniente a todas las cosas para su propia gloria y para la fe, vida y salvación del ser humano [8], y los deberes que Dios exige al hombre [9].

En segundo lugar, la función capacitadora para que el ser humano pueda ser receptor de su palabra. Porque la única forma de ser receptivos a su palabra es que nuestro entendimiento sea primeramente iluminado por el mismo Espíritu (Ef 1:8). Es el testimonio interior del Espíritu lo que permite que esta palabra sea sellada en nuestros corazones, persuadiéndonos a creerla fielmente. “No hay hombre alguno, a no ser que el Espíritu Santo le haya instruido interiormente, que descanse de veras en la Escritura” [10].

Cuando consideramos estos principios, podemos notar que:

A. La palabra de Dios escrita es eterna por definición intrínseca. Si Dios habló (y Dios es eterno), habló en la eternidad y, por lo tanto, cuando la consideramos desde nuestra temporalidad, sigue vigente tal como lo fue en el pasado y lo será en el futuro.

B. Para un Pentecostal no puede ni debe haber dicotomía entre la Palabra y el Espíritu, ya que podríamos decir que ambas son una, ya que el mismo que puso por escrito sus palabras, es el mismo que actúa en medio de su pueblo. Además, por tal homogeneidad, el Espíritu no podría hacer absolutamente nada contrario a lo que el mismo ha declarado en su propia palabra.

C. Por lo tanto, todo lo que ha hecho, hace y hará el Espíritu Santo en medio de su pueblo siempre irá alineado en conformidad a lo que él ha dictado.

D. En último lugar, por su cualidad pedagógica, el Espíritu Santo es el que enseña a su Iglesia, capacitándola para entender su actuación en medio de los tiempos. Por tal caso, aquí no podemos atrevernos a hablar flagrantemente de cesacionismo, porque si el Espíritu es homogéneo a la Escritura (ya que es lo que él eternamente ha dicho y enseñado), debemos ser sinceros en reconocer que no tenemos una palabra suya contundente para apoyar tal posición, (no hay base textual) sino más bien debemos ser cautelosos y decir solo lo que claramente el mismo autor de las escrituras nos ha indicado.

Cuando no hay claridad, siempre debemos andar con cautela , “el Espíritu Santo siempre nos enseña lo que nos conviene, y las cosas que hacen poco al caso para nuestra edificación, o bien las omite del todo, o bien las toca brevemente y como de paso; es también deber nuestro ignorar voluntariamente las cosas que no nos procuran provecho alguno”.  Así que, por lo tanto, mientras que todo lo que digamos, hagamos y pensemos esté en conformidad con el supremo autor y su Palabra, debemos sentirnos tranquilos, descansando confiados en que agradamos a Dios en toda piedad, glorificándolo adecuadamente y como Él nos ha demandado, con todo nuestro corazón, y con toda nuestra alma, con toda nuestra mente y con todas nuestras fuerzas.


Bibliografia

[1] De Civitate Dei XII, 12, Confessiones XI, 16

[2] La versión griega forma dos frases: “Por siempre eres, oh, Señor; su palabra perdura en el cielo.» El siríaco añade aquí el pronombre “tu”.

[3] Hans urs von Balthasar, Ensayos Teológicos I. Verbun Caro, Madrid: Ediciones Cristiandad, p 13.

[4] La cuestión de la aplicación en nuestra temporalidad la veremos en otro post.

[5] Si bien γραφή puede referirse a cualquier “escrito”, dentro del contexto del Nuevo Testamento y también 2 Timoteo debe referirse al menos al Antiguo Testamento, solamente por extensión lo aplicamos a toda la Biblia.

[6] Juan Calvino, Institución de la Religión Cristiana I, (Rijswijk, Países Bajos: Editorial FELIRE), 86.

[7] Calvino, Institución. 776

[8] Confesión de Fe de Westminster, I,6

[9] Catecismo Mayor de Westminster, pregunta 5, ver también Calvino, Institución. 58

[10] Calvino, Institución. 41

Sobre el autor

Giovanni Zamorano es Ingeniero en Administración de Empresas, Diplomado en Teología por IBN, Licenciado en Teología por Miami International Seminary (MINTS), hace 10 años Diacono de la IMP el Olivar y Director del Instituto Bíblico el Olivar, felizmente casado con Yamila Perez Rojas con la cual han criado en el Señor a 4 bellos hijos: Ignacio, Cristóbal, Camila y Andrea.