
Por Pr. Isaac Ibarra
De manera que, hasta que venga el Señor, ustedes proclaman su muerte cada vez que comen de este pan y beben de esta copa.
1 Corintios 11:26
Esta es una fecha muy importante para la cristiandad global: la llamada Semana Santa. Es un tiempo donde recordamos la última semana de vida de nuestro Señor aquí en la tierra. Un día domingo entró a la ciudad montado en un pollino, entre alabanzas y palmas de los ciudadanos, y cuatro días después salía de la misma ciudad, rodeado de la misma gente que lo recibió un domingo, pero ahora cargando una cruz para su ejecución. La gente que lo rodeaba ya no lo alababa ni lo quería; ahora le tiraba escupitajos, basuras, y se alegraba de que iba camino a su muerte.
Esta semana de pasión de Cristo es una semana llena de momentos y experiencias junto a sus amados discípulos, y dentro de todo lo vivido en esa semana, hay un momento muy especial que ocurrió la noche donde Jesús iba a ser arrestado para su juicio injusto. Este momento al cual me refiero es la institución de la Santa Cena o la Última Cena.
Ese momento está cargado de muchos simbolismos, de historia y teología. Esa cena que Jesús hace con sus discípulos pone fin al pacto antiguo hecho para la nación de Israel y para la humanidad, e inicia el tiempo de un nuevo pacto para la humanidad, donde el simbolismo de lo antiguo lo cambia por nuevos conceptos simbólicos. Y donde el motivo de por qué realizar la cena también fue cambiado, sellado por la sangre de Jesús, que fue profetizado en Jeremías 31:31-34. Ese pacto tenía un carácter y un contenido únicos, al asegurar el perdón de los pecados y escribir la ley de Dios en el corazón de los creyentes. El viejo sistema ritualista era reemplazado por el evangelio de Cristo, confirmado por su muerte.
Mi intención en este escrito no es ahondar en el concepto de la Santa Cena, ni el uso, ni la liturgia, ni los implementos, ni los simbolismos. Solo quiero compartir una reflexión con ustedes sobre algo que llevo meditando desde ayer.
Ayer celebramos la Santa Cena con un grupo de hermanos que hace aproximadamente cinco años nos juntamos a orar en las noches por la plataforma de Zoom, y que cada cierto tiempo hacemos este servicio. Estos hermanos son de distintas iglesias y denominaciones. Hay hermanos y pastores de Coyhaique y de Arica, e incluso se conectan hermanos desde Perú. Y al realizarse este servicio, mi corazón y mente se quedaron meditando en la siguiente frase: “ustedes proclaman su muerte”.
Cuando nosotros llevamos a cabo este servicio de Santa Cena, lo que estamos proclamando, anunciando y, en cierto sentido, celebrando la muerte de nuestro Señor. Teniendo esto en mente, pensar que algunos afirman que el evangelio o el cristianismo es una mentira inventada (valga la redundancia) para someter y controlar a las masas, ¿es en serio? ¿Qué otra religión o filosofía instaura una celebración perpetua a la muerte de su líder? ¿Qué imaginación humana puede crear algo así, y que sea sostenida a través de más de 2000 años? ¿Por qué no mejor crear una celebración que recuerde algo grandioso, milagroso y divino como la resurrección? ¿Por qué conmemorar, proclamar y anunciar la muerte?
Eso solo tiene sentido cuando entendemos, primero que todo, que el evangelio y el cristianismo no son una invención, filosofía o creación de alguna mente humana. Y segundo, cuando entendemos que el concepto de muerte no se enmarca solamente en el hecho de que Jesús muriera. Si fuese así, ¿qué necesidad tenía de haberse presentado una semana antes de su muerte? O si el fin es la muerte, ¿cuál es el sentido de que haya nacido en un pesebre? Si solo el sentido es la muerte, él hubiera aparecido un día X y en ese mismo día decir que entrega su vida por la humanidad y listo. ¿Cuál fue la necesidad de tener que vivir entre nosotros por más de 30 años?
Porque Jesús les dice a sus discípulos que cuando hagamos el servicio de Santa Cena, debemos traer a nuestra mente y a nuestro espíritu su muerte.
Pues previo a la celebración de la resurrección de Jesús, el cual es grandioso y, según el apóstol Pablo, es el sustento de nuestra fe y creencia, tuvo que haber una muerte. Pero previo a esa muerte, no podría ser una muerte cualquiera, tendría que ser de alguien que vivió una vida ejemplar, pues así tendría más sentido el celebrar su muerte. Y esa vida ejemplar tendría que venir de un nacimiento extraordinario. En otras palabras, el recordar o traer a memoria la muerte de Cristo es el acto que habla de su obra completa. Porque ¿de qué habría servido una muerte sacrificial sin una vida ejemplar (“Fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” Filipenses 2:8)? ¿Y de qué habría servido una vida ejemplar sin una muerte sacrificial?
Cuando hablamos de la muerte de Cristo no podemos disociar la vida de Cristo, y viceversa.
“La muerte del Señor anunciáis hasta que él venga.” La muerte de Cristo nos habla de que la gracia infinita que nosotros tenemos es gracias a él. Nos habla de que la comunión que tenemos con Dios el Padre es gracias a él; que la salvación gratuita que disfrutamos es gracias a él; que el acceso al trono de la gracia que hoy disfrutamos es gracias a él; que el acceso que tenemos mediante la oración es gracias a él; que la comunión con el cuerpo de Cristo es gracias a él. Y esto no es por edición limitada, esto es hasta que él venga.
Anunciamos públicamente que el Señor ha muerto por mí. Pero esta celebración no es de la misma forma en la cual nosotros, como seres humanos, conmemoramos la partida de un ser querido. Pues cuando nosotros realizamos la cena del Señor, él mismo está en medio de nosotros, una realización vívida de Cristo en la cena del Señor, como persona viviente, no un mero dogma abstracto, sino hueso de nuestro hueso y carne de nuestra carne, y de nosotros mismos como miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos, nuestros cuerpos pecaminosos hechos limpios por su cuerpo (una vez por todas ofrecido), y nuestras almas lavadas por su preciosísima sangre. Él está corporalmente ausente, aunque presente espiritualmente. Es así que la muerte del Señor debe siempre estar latente en nuestras memorias.
En el servicio de Santa Cena, nosotros tenemos un doble sentido de celebración. 1.- Celebramos la muerte de nuestro Señor. 2.- Celebramos la certeza de su venida, “hasta que él venga”. Celebramos la parusía de nuestro Salvador, la cual es segura, y en nuestros corazones debe ser inmanente. En ese entonces, cuando ya no haya más necesidad de símbolos que representen su cuerpo, sino que estando manifiesto el cuerpo mismo.
Cuando nosotros hacemos este ejercicio de traer a memoria la vida y muerte sacrificial de nuestro Salvador, nuestro corazón se llena de admiración por este Dios tan grande en misericordia, y también crea en nosotros un sentido de humildad al ver que nosotros no merecemos ese acto de amor tan grande de nuestro Salvador. Él no tenía ninguna obligación hacia nosotros, y nosotros no teníamos ningún derecho para exigírselo. Y eso nos humilla y nos constriñe, lo cual nos hace ir con temor y temblor a la mesa del Señor.
Pero también tenemos la garantía y la esperanza viva y firme de que él volverá por nosotros. Tenemos y celebramos las arras del Espíritu, de que un día, no muy lejano, celebraremos esta cena, no con simbolismos, sino real; no con este cuerpo corruptible, sino con uno incorruptible. Entonces, cuando nos acercamos a la mesa del Señor, lo hacemos celebrando su pronta aparición.
Mientras tanto, anunciemos la muerte del Señor hasta que él venga.

